<p dir="ltr">Si me siguen en estas lecturas, la semana pasada cit&eacute; &quot;la perdurabilidad de la situaci&oacute;n infantil&quot;. Sin pretenderlo, esta an&eacute;cdota escolar que les presento, como m&iacute;nima transita un aleteo conductor con los a&ntilde;os que no se lograron batir a pesar del tiempo... &nbsp; <p dir="ltr">La escena me acaricia al comp&aacute;s de esta memoria intensa, transcribo lo acontecido aquel mediod&iacute;a en el comedor de una escuela p&uacute;blica. Era un a&ntilde;o de creciente rumor pol&iacute;tico social al que yo no era sordo a pesar de la edad. &Eacute;l volv&iacute;a finalmente. &nbsp; <p dir="ltr">Y no recuerdo la raz&oacute;n por la cual me levant&eacute; en medio de la comida levantando los brazos saludando a no se qui&eacute;n, o a quienes, en plan moner&iacute;a imit&aacute;ndolo. El Pocho -como lo llamaba mi abuela materna en tono familiar, tan lejos de mentarlo como mi otra abuela lo sol&iacute;a hacer en tono despectivo- Fue hacer ese gesto que no pas&oacute; desapercibido para la directora presente, que sin dejarme acabar la comida, ordenara que me levante con un gesto serio de autoridad y enojo cabeceando de costado se&ntilde;alando a la temida direcci&oacute;n. &nbsp; <p dir="ltr">Algo de mi imaginaci&oacute;n perceptiva temprana palpitaba el motivo: Esa directora, en la previa a un acto escolar patrio un par de meses antes, cay&oacute; imprevistamente en el ensayo de un n&uacute;mero musical en el cual yo iba a participar cantando el tango &quot;El Choclo&quot;. E inopinadamente oblig&oacute; a la profe de m&uacute;sica que cambie la letra en la parte de &quot;luna en los charcos canyengue en las caderas&quot;, que se transform&oacute; en: &quot;luna en los charcos canyengue en las cadencias&quot;. El problema parece que era nom&aacute;s la palabra &quot;cadera&quot;. &nbsp; <p dir="ltr">Esperando en&nbsp; tensos instantes previosa a la directora, quien ingres&oacute; para interrogarme sobre cosas de injerencia personal y familiar. Prometo que sent&iacute; ese mediod&iacute;a por primera vez el agujero en la tierra de una grieta a la que nos quisieron en realidad meter desde mucho antes que en octubre del 45. Esa mujer, con su enojo, su pesquisa, su interrogatorio canero; me estaba intentando llevar envalentonada de autoridad al lugar &quot;correcto&quot; en el que yo deb&iacute;a para ella ubicarme en la vida. &nbsp; <p dir="ltr">Hasta que ocurri&oacute; este suceso en mi vida escolar, la verdad es que yo no sab&iacute;a mucho de Per&oacute;n y de Evita. Eran puro murmullo, elocuencias gestuales, paredes pintadas, conversaciones de cocina, finales de asado a encendidas interrupciones sonoras de parientes a los postres. En fin, mi vieja fue citada al cole y me defendi&oacute; como deb&iacute;a ser. Unas semanas despu&eacute;s escuchar&iacute;amos con mi abuela materna por primera vez a la marchita enterita y entonada por su amado Huguito. Me la aprender&iacute;a para siempre. &nbsp; <p dir="ltr">Ah&iacute;, en esa direcci&oacute;n de escuela, desde ese encadenar movimientos y caderas como estigmas, fue que empec&eacute; a sentirme adentro mismo de lo que hoy nada ni nadie pudieran alejarme o asustarme; es ritmo de la vida, movimiento mismo de un sentir orgulloso sin el cual nos hubieran detenido a una gran masa del pueblo abandonados y hasta aniquilados para siempre, como intent&oacute; en vano esa directora conmigo, disparando furia sobre el rumbo accidentado de la historia de esta tierra. Llevo ese movimiento en armon&iacute;a con la maravillosa m&uacute;sica en cadera y en el coraz&oacute;n; cadencia hecha un grito con rabia y ternura. En tiempos de negacionismos y ataques de odio, ofrezco el sentimiento de todo este canyengue incorregible. &nbsp; <p dir="ltr">Besos de esquina y abrazos de cancha.